Escuchar es todo un arte, que yo pensaba que tenía súper masterizado porque de chiquitita había aprendido la diferencia entre oir y escuchar. Oir es la capacidad que tiene el aparato auditivo de captar sonidos, es una función netamente animal que se relaciona con el instinto de supervivencia: los sonidos nos informan acerca de posibles peligros que van desde un predador al acecho a la bocina de un tren que nos avisa que tenemos que esperar. En base a lo que había aprendido, escuchar, en cambio, no se refería sólo a la capacidad auditiva, sino que a ésta se le sumaba un componente que nos distinguía del resto de las especies: la atención. Hasta aquí, todo iba bien; claramente, tenía muy bien incorporada la diferencia y estaba convencida de que sabía escuchar -y de que era una habilidad que se me daba bastante bien. Pero un día, haciendo una capacitación en coaching educativo, me encontré con un nuevo concepto de escuchar que hizo temblar la estructura sobre la que me había autopercibido, y descubrí que lo que yo creía una gran habilidad para escuchar, era en realidad, una gran habilidad para responder. Mal que me pesase, me había convertido en una respondedora serial, con respuestas y consejos para todo y para todos, contenta de escuchar siempre la voz de mi propia sabiduría.
Resulta que en esta nueva concepción del escuchar, se suma a la capacidad auditiva y a la atención, un nuevo ingrediente: el silencio. Para poder escuchar, decía el apunte del curso, era necesario silenciar la mente, dejar de lado toda "escucha previa" -una especie de preconcepto- que se tiene de la persona, de su circunstancia, de la situación que nos está relatando, de otras situaciones anteriores que formen parte de nuestra historia, y también y sobre todo, mis propias experiencias en circunstancias similares (lo que me llevaría nuevamente a dar cátedra de soluciones posibles basadas, desde luego, en mi propia experiencia), mis propias emociones en relación a lo que se me está diciendo (lo que implica un profundo trabajo de domar el ego y entender que no todo tiene que ver conmigo, que la mayoría de las veces, lo que se dice tiene que ver más con una necesidad de quién lo dice que con quien lo recibe), y mi inagotable afán por responder, ya fuera para aconsejar como para tener la razón. En fin, yo que me creía que la tenía súper clara, no sabía nada.
Escuchar ya nunca iba a volver a ser lo mismo; para escuchar, para verdaderamente comprender y contemplar al otro tenía que desarmarme, despojándome de todo, y principalmente, silenciando mi mente. Es una práctica de entrenamiento constante que, dependiendo del momento del año y de mi conexión conmigo misma, a veces me sale mejor que otras y otras tantas no me sale. Pero es un ejercicio mágico. El momento en el que te liberás de tu propio diálogo interno, ese que te lleva a respuestas del tipo "yo" y "a mí"(que te vuelven autorreferencial y te llevan a tapar la voz del otro), o pensamientos tales como "eso yo ya lo sé" o "a ver qué me querés decir" (actitud que por lo general viene acompañada de unos rígidos brazos bien cruzados), cuando te despojás de todo eso y te disponés, con todo tu cuerpo y tu corazón a dejar que el otro se exprese, ahí, es cuando la conexión real con el otro pasa; cuando no hay riesgos, ni amenazas, cuando el otro se vuelve una persona con necesidades, con miedo a que la lastimen, con sueños que son ilusiones, con fortalezas, con debilidades, con una historia (que a veces pesa), y con un corazón que lo único que quiere es que lo protejan y que lo amen. Porque todo, en definitiva, se reduce a eso.
Años más tarde me encontré con este libro de Eckhart Tolle que en la 134 dice todo lo que viene abajo y que, sumado a lo que les conté arriba, arma un combo maravilloso para que podamos observarnos y tal vez, empezar a abrir los sentidos para acallar la mente y dejar escuchar al corazón. Esa, de corazón a corazón, debería ser la única conversación.
"Cuando escuches a otra persona, no te limites a hacerlo con tu mente; escúchala con todo tu cuerpo. Y mientras escuchas, siente el campo energético de tu cuerpo interno. Esto aleja la atención del pensamiento y crea un espacio tranquilo que te permite escuchar sin interferencias mentales. Estás dando espacio a la otra persona, espacio para ser. Es el regalo más precioso que le puedes dar. La mayoría de la gente no sabe escuchar porque casi toda su atención está ocupada por el pensamiento. Suelen prestar más atención a su propio pensamiento que a lo que la otra persona les está diciendo, y casi ninguna a lo verdaderamente importante: el Ser de la otra persona debajo de las palabras y de la mente. Por supuesto que no puedes sentir el Ser de otra persona si no es a través de tu propio Ser. Estás empezando a tomar conciencia de la unidad, que es amor. En el nivel más profundo del Ser, eres uno con todo lo que es.
La mayoría de las relaciones humanas consisten principalmente en la interacción de unas mentes con otras, y no en seres humanos que se comunican, que están en comunión. Así no puede crecer ninguna relación, y por eso suelen ser tan conflictivas. Cuando la mente dirige tu vida, el conflicto, la lucha y los problemas son inevitables. Estar en contacto con el cuerpo interno crea un espacio abierto, de no-mente, en el que pueden florecer las relaciones."
Namasté
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