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Lo que me enseñó el Teatro Ciego

Foto del escritor: Lucre RicchezzaLucre Ricchezza

Actualizado: 21 may 2021

Cómo ante la privación de un sentido reina primero el caos para que luego se asiente la calma.


Vine a este mundo a explorar sensaciones. Este es el lema que me repito orgullosa cada vez que me dispongo a hacer algo que me saca de mi zona de confort. Ese mismo lema me repetí hace alrededor de 5 años, la vez que con mi amiga Andrea (otra intrépida exploradora de la vida) decidimos ir a una función de teatro ciego.

Siempre fui bastante adepta a la incertidumbre, a tomar riesgos sin saber bien adónde podían llevarme; "abismarme", como le llamaba cuando era adolescente a toda decisión que me sacase deliberadamente del camino seguro, era cien veces mejor que preguntarme "qué hubiera pasado si...". Ésta sería otra de esas aventuras, la diferencia era que no correría un riesgo tan grande como el que implicaría mudarme de ciudad y reinventarme en una nueva vida. No, eso ya había pasado. Ahora, en los albores de mis 30 años y ya instalada en una nueva ciudad, recientemente reinventada y con un trabajo estable por más de dos años, el tipo de abismos adecuados para mi flamante década se reducía a la exploración a través de los sentidos.

Lo que me llamaba la atención de ir a un teatro ciego en primer lugar era que no tenía la menor idea de cómo sería. Parte de la experiencia, y la regla número uno para quienes intentan abismarse, es no leer absolutamente nada, ni siquiera reseñas acerca de aquello a lo que se una va a exponer. Se va y se experimenta... y por lo bajo se piensa... "total qué puede salir mal, si hace años lo vienen haciendo y la gente sigue yendo es porque tan grave no puede ser. Además, ?¿cuánto puede durar? ¿una hora, hora y media? En la inmensidad de la eternidad una horita no es nada, podemos soportarlo".

Todo esa preparación mental (que menos mal que había hecho) empezó a sacudirse en el momento en el que entramos. La iluminación del hall era ténue, ya comenzaba a anticipársele a la vista que pronto iba a dejar de primar por sobre el resto de los sentidos. Era como avisarle con cariño al cerebro "mirá, te lo vamos sacando de a poco, porque en breve no vas a ver nada". A medida que el hall se iba llenando de lo que podríamos llamar "espectadores", mis cimientos se sacudían con mayor intensidad. Mi ritmo cardíaco se iba acelerando y si bien de a ratos me acordaba de hacer alguna respiración baja, en cuanto llegaba alguien nuevo, otra vez mis latidos se disparaban. ¡Y todavía no habíamos entrado a la sala! Claramente, no hablo por todos cuando describo mis experiencias; Andrea estaba de lo más contenta, súper entusiasmada y menos mal, porque su risa al verme tan nerviosa era un recordatorio de que nada podía salir mal.

Cuando estuvimos todos los que éramos, los actores y acomodadores (supongo que eran ellos porque una vez adentro ya no los vi) nos guiaron en un ejercicio grupal, asumo que para romper el hielo y que nos olvidemos un poco de las palpitaciones y las manos sudorosas. Cuanto más unidos nos sintiéramos en el espíritu de grupo, menor sería la ansiedad. Entramos a la sala sin vendas, en fila, tomándonos del hombro de quien nos antecedía y sintiendo la mano reconfortante en nuestro hombro de la persona que venía detrás. Estábamos sin vendas y la oscuridad era total. Total.

Abría y cerraba los ojos con fuerza pero no lograba ver nada. Se oían voces y conversaciones indistintas, me hacían sentir aliviada. Creo que hablar, en ese momento, era como una reafirmación de que seguíamos con vida. Sí, por exagerado que suene, la sensación inmediata de no poder ver es de asfixia. El cerebro no entiende nada, entra en cortocircuito, tiene que redistribuir funciones. Hoy por hoy me divierto imaginando las neuronas como Oompa-Loompas del cerebro informando de una falla y repartiendo las tareas a los demás centros sensoriales.

La cuestión fue que cuando nos ubicaron en nuestros asientos, lo dije, lo solté: "Creo que la estoy pasando mal" y una voz de mujer a mi costado (sé que no era la de Andrea porque se estaba riendo) me preguntó si quería salir de la sala. Y dije "No." Sí, habiendo podido elegir, dije "No." Y ahí me quedé.

¿Por qué? Eso es lo que también me preguntaba ahí mismo. Creo que m

e quedé porque sabía que ahí había aprendizaje, porque entendí que era cuestión de tiempo hasta que todo se acomodara. Lo primero que sentí fue la necesidad de respirar, cortito y rápido al principio porque necesitaba una confirmación de que el hilo que me conectaba con la vida seguía intacto. De a poco la respiración se fue calmando y las palpitaciones se convirtieron en latidos más espaciados. Oír las voces y risas de quienes estaban conmigo en la sala, aunque desconocidos, me dio calma y confianza, la sensación de compañía en un momento en el que todos nos habíamos vuelto un poco vulnerables era cálida, reconfortante. Y no sé si hasta no le dí la mano a Andrea, cosa que no me extrañaría!

Al cabo de unos minutos, mi mente pudo inventarse un cuento para dar sentido y así superar la situación, una idea que estaría coincidentemente en consonancia con la obra que estábamos por presenciar (no olvidemos que fuimos a una obra de teatro, después de todo): cerré mis ojos y me imaginé escuchando la radio antes de irme a dormir, todas esas voces serían parte de un radioteatro que me estaba disponiendo a disfrutar. Y comenzó la obra.

No es este el espacio para una crítica teatral porque no estoy capacitada para hacerlo, pero sí puedo decir que es una fiesta en homenaje al resto de los sentidos. Perfumes, texturas, música, risas, voces que aparecen desde toda la sala, era como si a todos los sentidos los hubieran invitado a una a casa a jugar y vaya que se divirtieron!

No me voy a mentirles, cada minuto que pasaba pensaba "vamos que falta un poco menos" y todo el tiempo sentía cierta incomodidad, perfectamente atribuible a que estaba completamente fuera de mi zona de confort. Pero esa noche, el teatro ciego me marcó fuertemente, por paradójico que suene, me abrió los ojos a muchos aprendizajes. Esa noche aprendí que ante las privaciones primero reina el caos pero que de a poco, con paciencia y con tiempo, todo se acomoda. Aprendí que a pesar de que haya situaciones inminentes, de esas que nos sacuden fuertemente, en algún momento terminan, dejándonos fortalecidos. Entendí que cuando nos damos cuenta de que somos vulnerables nos acercamos, nos volvemos más humildes y los desconocidos se sienten hermanos. Desde ese día empecé a estar conscientemente agradecida por poder contar con cada uno de mis sentidos y me comprometí a regalarles un rato de protagonismo a cada uno cada tanto.

Esa noche el Teatro Ciego me enseñó muchas cosas, me enfrentó con mis propios miedos e inseguridades y terminó liberándome de orgullos y preconceptos.

Y a pesar de haberme estado preguntando durante toda la obra "¿por qué me expongo a esto?", a los dos años volví a hacerlo pero con una obra diferente. Otra vez, con mi incondicional amiga Andrea fuimos a la carga, porque la vida es una búsqueda constante de nuevas sensaciones, abismos y aprendizajes.

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